En contraste con las tristes inmundicias del mundo

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por Horacio González

Acerca de la obra Nadie me dijo que había venido a este mundo para olvidarme de aquello que alguna vez soñé

La música y sus variaciones giran en torno del op. 131, cuarteto no. 14 de Ludwig van Beethoven.
Esta reflexión dramática de Fernando Rubio sobre el arte, nos envía a la antigua tradición de la crisis del artista. Una crisis en la que se pone en tensión insoportable el concepto de angustia, que a su vez es el tejido último en el que parece inspirarse el arte. Todo ser artístico es confesional. En este caso, se invierte la clásica tesis pudorosa de la tradición teatral que pone la confesión en un plano subordinado. Aquí la confesión de un viejo director de orquesta está en primer plano. ¿Hay arte fuera de las pasiones oscuras de la creación? Cuando aludimos a los objetos y acciones artísticas, solemos situarnos en la irreductibilidad de la obra, que de alguna manera suprime las vergüenzas del mundo. Fernando Rubio decide mirar el arte a la luz de esas vergüenzas: el ocaso de la existencia, la grieta insondable que siempre es el plano sigiloso de las instituciones, la belleza establecida como conductora de la genialidad –Beethoven-, en contraste con las tristes inmundicias del mundo. Las escenas que propone Rubio, herederas del teatro del absurdo y, con ciertos atenuantes, del teatro de la crueldad, nos llevan a pensar el destino del artista a través de sus sueños más oscuros. ¿Qué sueña? Que donde hay obra hay también locura, extenuación de su persona, melancolía irreversible y amarga –no como ciertas melancolías que ayudan a recomponer el grado de pasado que tolera nuestro presente. Rubio escribió una obra sobre los sueños, pero sobre un tipo de sueño donde el soñador es un sobreviviente real de sus pedazos inconclusos repartidos en el sarcasmo del mundo.

Horacio González
Sociólogo y ensayista