La palabra de los espectros

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por Horacio González


La palabra de los espectros
Horacio González

El teatro de Fernando Rubio se basa en el desbaratamiento del diálogo, el barrunto de lo siniestro y el cariz metafísico que surge de cualquier situación cotidiana. Lo que se representa en esta dramaturgia es un plano anterior a la propia representación: la condición real de las relaciones, antes que se haga presente el vínculo social dándole sentido a lo que inicialmente no lo tiene. Las obras y performances de Rubio tienen el inmenso atractivo de lo irrepresentable que se vuelve representable, o que lucha por volverse representable. Por lo tanto, son un estudio sobre lo doloroso del teatro, el afán temible y casi siempre frustrado de ejercer la voluntad de representación.
En las obras de Rubio este afán es sostenido por espectros sin nombre, que solo tienen una voz que a su vez solo habla de situaciones fijas, absortas en su rutina, y que solo admiten variaciones en torno a la podredumbre y a la exaltación. Todas las situaciones aparecen como restos de algo que se ha perdido, los nexos entre los diálogos entre sí y los diálogos con los contextos. En la inmensidad de ese extravío, sitúa su intransigente obra Fernando Rubio, sin la pretensión de reestablecer aquella unidad extraviada, sino de mostrar las partes deshechas de una conversación ya ocurrida, que ahora solo escuchamos ofrecida por fantasmas incorpóreos. Pues es el mismo cuerpo que se ha convertido en frase despedazada. En ese descuartizamiento –aunque hay golpes y sangre en estas obras-, estos textos se convierten en una gran investigación respecto a cómo procede el lenguaje cotidiano.
Una frase trivial es seguida por una reflexión enigmática sobre las relaciones familiares, la muerte o la ausencia. El resultado es un extrañamiento –sin duda, basado el las técnicas del absurdo y del surrealismo-, en el que los momentos más insubstanciales se intercambian con los fragmentos de rememoraciones esenciales. En ese intercambio, ya no se sabe qué es lo importante en el lenguaje. De este modo, el teatro de Rubio se hace absurdamente naturalista, naturalismo por el reverso, pues en verdad nunca sabemos la verdadera importancia de las frases que pronunciamos.
Espejos, fotos y actos deformes, horrorosos, están presentes en esta “dramaturgia de la acción”. ¿A qué acción se refiere? En principio, a una acción de naturaleza sacrificial. Es la propia representación teatral la que aquí está siendo juzgada. Cuando se habla de bidones con nafta o de una pecera en la que tres pescados se ahogan, no es posible saber si son las marcaciones escénicas las que hacen necesaria esta mención, o imposibilidades de la realidad, incluso de la realidad representada. Todas las obras de Rubio son metafóricas o alegóricas. Solo que en un extremo estiramiento de una de las puntas de la realidad, parecen ligarse tan solo a la manera efectiva en que proceden los discursos humanos en su cotidianeidad. Fracturados, con territorios implícitos inenarrables, con silencios sobrecogedores o con saltos temáticos linderos al horror. Exigente dramaturgia que se sitúa en un borde creativo, en esa representación que pone a prueba la propia representación, a ver si ella misma y por sus propios medios, puede desfallecer. Fernando Rubio trata de captar e interpretar precisamente ese momento ritual de pasaje en el que el relato humano es devorado por el silencio o por el espanto, desapareciendo de la memoria o del lenguaje.