Brilla la sensación por un momento

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por Juan Laxagueborde

Brilla la sensación por un momento



Estamos ante un mapa que está metido en una caja. Como si fuera poco, podría ser también un altillo o un sótano. Acá al plano lo completa el habitante. Fernando Rubio siempre pone al espectador en juego, el espectador deja de serlo, se transforma en un canal, un cable a tierra para que los sentimientos cobren forma y se materialicen. A través de sus obras damos el cuerpo para acomodarnos al juego. Enfrentarnos a sus puestas en escena simples y extrañas, que son inventos, significa jugar. Pero jugar no es lo mismo que divertirse, el juego está empujado por la ingenuidad y la inocencia. El jugador de los juegos de Fernando no es un apostador, es alguien que se deja estar. ¿Qué velo cae cuando nos dejamos estar? Caen los velos fríos, las mediaciones de la tecnología, el lenguaje cifrado, lo que hay que decir, lo que hay que ver, todo lo preparado por lo que no dominamos. Queda algo más inmediato, queda lo abierto.
Todas las historias que nos cuenta Fernando, los obstáculos creativos que nos pone delante, tienen una función introspectiva, desencajan al ciudadano que deja de serlo. Es que la ciudad está preparada para convertirnos en autómatas. La ciudad es el lugar del comercio, el comercio es el lugar de la producción y la producción es el lugar de las máquinas. Toda su Obra va contra “el progreso” y deja la estela de algo que no se dice pero que se siente: el corazón no es una máquina. Poner la ciudad en un plano, bautizarla como Cartografía infinita, llevarla a ese lugar casi minimalista, significa que la ciudad es también un encanto y que se la puede ver en perspectiva. No la de ninguna torre de marfil, sino la de nosotros fuera de nosotros mismos para vernos representados en ese plano frio. La perspectiva es una mezcla de ver la ciudad de un modo esquemático y ejercitar la memoria emotiva, el presente o la más pura arbitrariedad de elección para situar la foto en cualquier punto. Buscar el lugar donde pegar la foto es buscar un poco en uno, en los lugares donde estuvimos, pero también en el lugar donde estamos. Es una reflexión sobre cómo se habita el tiempo. Lo frío es el mapa pero lo cálido somos nosotros al darnos cuenta de que tras ese plotter hay una territorialidad, una memoria y un esfuerzo que nos lleva toda la vida, que generalmente no logramos y que nos justifica: huir del malestar.
Una ciudad nunca es la misma y siempre está en el mismo lugar, se recubre de hollín, de gente, de ruido, de metros cúbicos de basura, pero en el fondo está la misma base de todas las ciudades: el movimiento sigiloso de los emprendedores con poco escrúpulo o el andar por sus calles de autos, colectivos y motos que entre la jactancia tecnológica y la quita de espacio dejan entrever una condena. Porque condena quiere decir destino y destino quiere decir irreversibilidad ¿Podría una ciudad ser menos hostil al poblador? ¿Estamos dispuestos a bajar la espuma de nuestros hábitos consumistas para contrariar la tradición de la ciudad como gran feria de variedades? Hay una escena tétrica de la ciudad contemporánea: niños solicitando la atención de sus padres para mostrarles alguna pericia que los sorprende y los propios padres ignorando el llamado, imantados a sus celulares, perdidos en el pozo ciego de esa pantalla diminuta pasando el dedo por la planicie aburrida, regalados a un espejismo.
Alguna vez el pintor Nahuel Vecino dijo que ningún artista debe pasar mucho tiempo sin bajar de su taller a leer el diario a un bar. En esa imagen se traduce algo de la asfixia que genera la vida privada. Los límites de resistirse a no concederle a la ciudad capacidad de transmisiones novedosas. En la entrevista Vecino entraba a un bar y se sentaba junto a la ventana un poco hojeando el diario y otro poco oteando la cuadra, recortando algo de ese día, volviendo porosa la imaginación. La imaginación no lo es más sino es porosa. Algo parecido hace César Aira, quien valora la dialéctica entre bar, escritura, calle y fabulaciones. Muchísimas de las ocurrencias de Aira tienen el fundamento cotidiano de Buenos Aires, pero nada empieza o nada termina en la realidad, que finalmente en su literatura es lo más patético y lo menos real. Vecino y Aira no hacen lo mismo pero sí comparten algo del enrarecimiento de los espacios amados, son surrealistas porque van y vienen de la realidad al delirio ordenado del arte más intenso.
La cartografía es una ciencia, pero la cartografía infinita es el punto en donde la sensación le gana al cálculo, donde la experiencia puede con la razón. En el mapa no hay más información que el croquis de las manzanas y los nombres de las calles, el resto es evocación, imaginación. Contra la globalización, Cartografía Infinita invita a una territorialidad de las manifestaciones universales. A la mundialización, retruca con la vibra cosmopolita, esa actitud que desde Borges vuelve a las ciudades la excusa desde donde proyectar todo el tiempo todos los tiempos.
La ciudad tiene sus encantos bien guardados o al aire libre, en algún momento de la caminata, en una esquina que contrasta con la normalidad… Hay espacios, momentos, bares, horarios, personas que la justifican y la sostienen. Aunque al salir a la calle nos acostumbremos al ruido y tratemos de sostener algún tipo de austeridad ante la tentación agobiante de los centros comerciales, levantamos la vista. Transitamos buscándole la vuelta al ritmo sin tiempo de perderse entre bloques antológicos de historia, porque a la ciudad siempre se la está conociendo. Siempre se vuelve al primer amor. Contemplar las cosas ya es un gesto poco normal, anacrónico, difícil de conseguir, diría que hasta es un lujo. Nos entusiasmamos: todo lo que hacemos y sentimos es arbitrario, nada es natural, todo puede no ser así. El problema es que la ciudad podría ser la excepción a la regla. Un visitante a la puesta de Cartografía infinita en Buenos Aires escribió: “Aunque nací aquí, vuelvo y no me siento parte”.
Hay que decir que en un mapa también hay falsas expectativas, hay diferencias entre memoria y materialidad, pero de eso se trata, del ensueño del recuerdo, de la deformación cotidiana como conversación sin tiempo con nuestro propio pasado. ¿Por qué algunos de los habitantes de este artificio peculiar ponen fotos fuera del mapa? ¿Qué es un momento importante? ¿Qué es un momento? ¿Qué pasa con las personas que no respetan la consigna? Esas preguntas discuten con la pasividad de cualquier concepto. Los mapas son conceptos y las personas somos vida pese a todo. En esta fricción el arte de Fernando deja en vibrato la cuerda por donde todo se crea.
Estamos encantados y al borde de todo. Lo primero y lo último que habremos de hacer es mirar un mapa en la nada, como flotante. En el medio esta todo lo que fuimos, lo que somos y lo que vamos a ser.